La gente le abría paso al verlo andar. "Al menos me respetan", se dijo con orgullo, respingando la nariz y oliendo el frío. Tímidos copos de nieve comenzaban a caer, y se mimetizaban con su piel blanca, el tono plateado de su pelo -que en otro tiempo fue como un campo de trigo en verano- y con sus ojos, cuyo gris era imposible de definir.
Caminó un par de cuadras más, donde compró unas velas en la tienda que conoció desde niño y que existió por generaciones antes de su venida al mundo. Maldijo las nuevas variedades aromáticas, e insultó al pasar a alguien que, en un tropezado inglés, le preguntó por una dirección "No soy tu guía turístico, y aquí hablas el idioma local", gritó en su lengua madre, y retomó su andar.
No mucho más adelante se trenzó en una discusión con un chico que paseaba a su perro. Juguetón, el animal saltó hacia él y Makleidung de una patada lo hizo retroceder y esconderse detrás del chico, gimiendo. "Mantén a tu puto animal a raya, estúpido". El chico no vaciló en insultar de vuelta y mejor que él. Makleidung siguió su camino sin responderle.
Directamente.
"Ya sabrá ese mocoso insolente quién soy, y de la peor manera posible". No sería difícil averiguar quién era y arruinar su vida con solo un par de llamadas.
Llegó casi corriendo a su destino. Ya en la calma de la puntualidad, sonrió amablemente a quienes le esperaban de pie. Tomó su lugar frente a la multitud y reemplazó cuidadosamente su bufanda de pashmina y su abrigo de paño de lana negro y forro de satén por los atuendos sagrados que esperaban por él. Luego se arrodilló frente al banquillo de madera pulida reservado para él, y empezó a susurrar:
"Creo en Dios Padre Todopoderoso,
Creador del Cielo y de la Tierra..."