viernes, 6 de septiembre de 2024

Amor al primer sentido.

Mucho se habla del cliché del amor a primera vista. 

No es de extrañar que nuestra vista, encargada de procesar en milésimas de segundo lo que se presenta a nuestros ojos, sea la que emita el primer juicio sobre la potencial seguridad, compatibilidad, complicidad y bienestar que un otro nos pueda ofrecer. Tampoco es casualidad: este juicio de fracción de segundo es resultado de cientos de miles de años de evolución, de ensayo y error de antepasados que sobrevivieron para dejar impreso en nuestros cerebros y a fuego lo que "debe ser". Sin embargo este sentido adolesce, posiblemente más que ningún otro, de fallas: Sin ir más lejos, la ilusión Thatcher nos demuestra que el mundo de la percepción visual puede ser engañada completamente, y nos arrebata en un simple giro de 180° lo que dábamos por garantizado.

No solo eso: La garantía del amor a primera vista tampoco es algo que todo aquel que la posea pueda disfrutar. Aquí me detengo a un subgrupo bastante amplio, aunque muchas veces ignorantes de su discapacidad: Quienes sufren de prosopagnosia o ceguera de rostros. ¿Cómo confiar en un sentido de por sí frágil, si diariamente frente al espejo nos muestra una figura completamente nueva? ¿cómo ser capaces de descubrir a otros, solazarse en una mirada familiar, si la propia no nos ofrece la calidez del re·conocernos?

Establecida entonces la poca confiabilidad que ofrece el llamado "amor a primera vista", me gustaría que desviáramos la mirada (qué ironía, ¿no?) a otros sentidos; sentidos que con una poderosa (y oximorónica) sutileza son capaces de envolvernos en emociones a las que el cuerpo, en su profunda totalidad, reacciona. 

Imagina por ejemplo bailar a ojos cerrados, uno a uno, una suave melodía

Imagina que a través de un ritmo cálido descubres cómo tu sangre comienza a pulsar al unísono con otro pulso y otro cuerpo y que, al suave compás del cadencioso sonido, tu corazón palpita dentro de ti y también dentro de otro pecho. La música se convierte entonces en ruido blanco y son los latidos al unísono lo único que marca el ritmo en el silencio de esa incipiente intimidad.

La respiración entonces inicia su camino. Delicada primero, a través de un pecho que se ensancha y descansa como olas en una bahía desierta, el tacto se abre paso en un sendero que primero sensibiliza parcialmente y que luego, cual creciente tormenta nocturna, toma nuevas formas en cada contacto cálido, frío, sudoroso, blando y duro. La sensibilidad es tal que un simple encuentro de mejilla contra mejilla estremece, ola a ola, lo más profundo de la espalda baja; y unos dedos frágiles alrededor de la nuca son capaces de evocar una profunda, exquisita y dolorosa corriente de deseo. La respiración, en medio de la tormenta, permanece como un solitario faro para seguir despiertos y conscientes mientras cada poro se embriaga y ahoga en el estímulo del sentir.

Cada aroma tiene su propio momento de protagonismo: la dulce presencia de un perfume que como una primera brisa anuncia la llegada inminente de la tormenta; la ráfaga aterciopelada del aroma de la piel; el estímulo casi accidental de un cabello tibio, y la sensación de vaivén perdido al ahondar en la sutileza de un aliento recorriendo el oído, como una promesa bendita al eterno retorno a la piel que se vuelve a estremecer.

En contadas ocasiones, el cúmulo sensorial converge en el milagro de un beso. El gusto ahí se vuelve el remanso en el que vara la corriente de emociones y otros sentidos, y todos, a la vez, se vuelven uno: Un fresco sabor a menta que evoca el aroma un campo en verano; un dejo de vino blanco, cristalino como copas al brindar; un sutil sabor a café que, como nota central, eriza la piel desde los labios al corazón; y una soñadora heterocromía que se abre, descubre, siente, y se rinde al regalo de la intimidad. 

¿Puede no amarse, así sea por un momento, ante la intensa imnensidad sensorial ofrecida por la tormenta del todo, y culminada por dos miradas que por primera vez se descubren tras haberse contemplado mil veces antes? ¿Qué forma o remedio puede tener el amor cuando el último sentido que lo despierta es la vista? ¿No será ya momento de reivindicar la frase "amor a primera vista", cuando en realidad la vista sólo ofrece un efímero momento que palidece ante la presencia de una consistencia sensorial seductora y segura?

Puede que el Amor, como todo sentimiento humano, prefiera obedecer a patrones constantes y holísticos. Tal vez por eso me opongo tan desafiante y tajantemente a que el pilar más celebrado sea también el más frágil de todos... 

Y definitivamente es por eso que prefiero llamarlo "Amor al primer sentido".

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